domingo, 24 de julio de 2016

Relato corto: Sin telón, ni dios, ni máquina

El hombre echa un rápido vistazo a su reloj de pulsera. «Las tres menos veinte. Joder, llevamos casi seis horas con esto ya». Da un sorbo a su café, si es que a eso se le puede llamar café, que hace medio interrogatorio que se ha quedado frío. «Este cabrón me va a dar la noche. Mi mujer me va a matar por llegar tarde otra vez. Y encima esto sabe a mierda»

La oscura habitación cada vez le parece más pequeña. La suciedad se esconde entre los huecos de los ladrillos grises de las paredes, huyendo de la poca luz que le impide continuar su rutina a salvo de miradas extrañas. El hombre alza la vista hacia el espejo que hay en la pared de su derecha. Unos ojos cansados le devuelven la mirada desde un rostro que cada día reconoce menos. Suspira, aparta la mirada del reflejo y vuelve sus ojos a la mesa. Frente a él, sentado en una silla a la que le quedan a lo sumo dos años para jubilarse, bajo la luz parpadeante de la única bombilla de la sala, se sienta el responsable de que esta noche tampoco vaya a dormir lo que debiera. Menudo mesecito. El detenido viste el uniforme de gala de la prisión: mono demasiado grande, barba de tres días, esposas y ojo morado marca de la casa.

- Volvamos a intentarlo, ¿quieres?

- Lo que usted diga, agente.


El oficial pasa por alto el matiz irónico en el que ha ido envuelta la última palabra.


- Veamos, Prometeo. Los delitos de los que se te acusa son muy graves. Allanamiento, resistencia a la autoridad, ataque a la misma, daño de una propiedad estatal, robo al Régimen. Traición. Te puede caer una buena, ¿lo entiendes?

- Gajes del oficio. Agente.


La respuesta, igual que las anteriores, parece la propia de quien contesta a una llamada publicitaria o comenta el tiempo en un ascensor. Seis horas de interrogatorio, sin comida ni bebida, y el tipo mantiene la misma actitud que al principio. De hecho, parece que se lo está pasando hasta bien. «Pues si se cree que esto es una broma lo lleva claro».


- Mira, no sé qué coño crees que está pasando pero te lo voy a aclarar. Te van a mandar al puto Hades, ¿me entiendes? Ese sitio es un infierno. Y ahí no va a estar tu mamaíta para hacerte la comida o darte un beso de buenas noches. No. Un agujero en el que apenas se vislumbra un rayo de luz, con un suelo que arde eternamente, ríos por los que corre un agua que, cuando no te abrasa la garganta, hace que te olvides de quién coño eres. Y en sus sótanos, el Tártaro. ¿Alguna vez has visto el Tártaro, chico? Los muros de piedra se hunden hasta las profundidades del propio mundo y lo único que escapa de él son los lamentos de los pobres diablos que han acabo ahí. Eso es lo que te espera. Robar el fuego al mismísimo Líder Zeus. ¿Pero en qué narices estabas pensando?

- Verá, el problema es precisamente ése. Que estaba pensando. Con lo raro que es eso por aquí no me extraña haber armado tanto revuelo, responde Prometeo con una sonrisa burlona.


Inútil, como hablar con la pared. El hombre se levanta y va hacia su chaqueta, colgada al lado de la puerta. De un bolsillo saca un cigarrillo. Se vuelve hacia la mesa para sentarse mientras se palpa el pantalón en busca de su mechero pero no lo encuentra por ninguna parte.


- ¿Necesita fuego, agente?

- No te pases de listo, chico.


«Y encima, gracioso. Joven, de buena familia y gracioso. El chico tenía toda la vida resuelta y va y decide echarla a perder. Otro Ícaro más. Otra tragedia sin telón, ni dios, ni máquina. Bueno, con dios sí y precisamente por eso, tragedia. ¿Por qué coño lo habrá hecho?» El agente hace un repaso mental del informe del caso por décima vez esa noche. Veinte años en el cuerpo y nada parecido. Nadie había pirateado nunca la seguridad de las Parcas ni desafiado así al Nuevo Gobierno. «Sólo por eso ya te... En fin. Y encima se las apaña para colarse en el Tesoro, guardias de por medio, y robar el maldito fuego. ¿Y todo para qué? Para regalárselo a ellos. Ni siquiera van a saber usarlo, son como animales».

Todo el asunto envuelto en el aumento de las protestas por el endurecimiento del Régimen coincidiendo justo con el vigésimo aniversario del Derrocamiento. La última vez que hubo disturbios tan graves la cosa terminó con alzamiento popular, golpe de Estado y la limpieza de sillones de rigor. «Pero claro, eran otros tiempos. Cronos se tiene que estar partiendo de risa viendo como su hijo no llega a la mesa desde la silla de su padre. Siempre se ha sabido que no hay mayor dictador que el Tiempo mismo». Y tras dos décadas la historia se repetía. Salvo que está vez el Líder no tenía pensado probar su propia medicina. «Mierda, yo que tú no sonreiría tanto. Van a hacer de ti un ejemplo y créeme, se van a asegurar de que la gente no lo olvide».

El oficial se pasa la mano por detrás de la cabeza. Se siente cansado, muy cansado. Carga veinte años de más encima. Esa es la verdadera pensión que se ha ganado. «Y ésta no la recortarán». Finalmente, sin apartar la vista de sus papeles, susurra:

-¿Por qué?


Prometeo le mira confundido.


-¿Por qué, qué?


-¿Por qué a los Hombres?, responde el inspector clavando su mirada en los ojos del muchacho. Ahora, sin embargo, es el otro el que tiene la vista perdida, muy lejos de aquel sótano de luz fosforescente.

-Porque son como nosotros. Bueno, no. Porque pueden llegar a ser como nosotros... como nosotros deberíamos haber sido. Tanto bronce, altar, tanto honor de púrpura... Llevamos mucho tiempo sin bajar al mundo, encerrados en nuestros palacios en las nubes, retozando en nuestra propia y ambrosíaca mierda. Si al menos... Somos como esas estatuas sin brazos. Bonitas pero olímpicamente inútiles. Al viejo mármol sólo le queda quebrarse. Los nuevos dioses serán de barro. La vieja piedra se ha consumido en su propio fuego; quizá el blando barro se alimente de él y se fortalezca, concluye Prometeo. 

- El barro endurecido es frágil. 

- El barro siempre será barro. Una vez roto puede volver a fundirse. Pedazos ad partum.

El inspector no responde. Finge que ordena los papeles, agarra su chaqueta y sale de la habitación. Otro agente vigila a Prometeo a través del falso espejo. El preso mira exactamente en su dirección, como si pudiese verle desde el otro lado. «Quizá sea el menos ciego de los que estamos aquí». El hombre suspira, menea la cabeza y sube los tres pisos de escaleras para salir a la calle. Qué va a saber él de abrir los ojos; en los tiempos que corren su trabajo consiste más bien en cerrarlos. Al cruzar la puerta saluda con la cabeza al portero de la comisaría. Se lleva un cigarrillo a la boca. Hace frío, piensa mientras ve pasar un camión de la basura. Sus dedos palpan el pantalón. Nada.

*