lunes, 14 de septiembre de 2015

Así lo predicó la demencia

     “Y es justicia misma, es ley del tiempo,
     el que tenga que devorar a sus hijos”:
     así lo predicó la demencia.
     Nietzsche



Y aquí estamos, al final del camino, Hombre. Frente a frente, mirándonos como sólo puede hacerse a través del espejo del tiempo. Míranos.

Mira al Niño, jugando inocente en sus playas sin mar, en el universo infinito que se abre y postra ante él cada mañana. Contempla el mundo a través de una caracola de cristal, a través de un caleidoscopio donde cada nuevo color, forma y esencia se vuelven verbo y materia, porque es él, el Niño, el portador del poder de dios. Él, que es creador, palanca y rueda. Él, que es beso de la madre, aliento del padre y sentido de la tierra. Jilguero en la mañana y centella en la noche oscura y en la mierda de mundo que nos envuelve, una flor que florece en la basura.


Ahora mírate a ti, Hombre. Ahí erguido, orgulloso, noble. Tú, que te supiste primogénito del Niño y heredero de sus dones. Tú, a quien fueron dados el laurel dorado y el cáliz repleto, el óleo y el cetro, la fortuna y la fama, la pluma y la espada. Oíste la llamada de la sangre de tu casa y levantaste puentes y catedrales, removiste los cimientos de la tierra y fundaste tus ciudades y habrían de llamarlas Roma, Jerusalén, Arcadia. Navegaste a través de las estrellas, rumbo siempre al horizonte, siempre más alto, siempre más allá. Hiciste tuyo cada abismo y la victoria vistió tus estandartes. Rozaste con un dedo la gloria del cielo pero tus pies siempre fueron de piedra.



Porque mírate, Hombre. Ahí erguido, orgulloso. Cobarde. Protegido tras tu armadura de números, de gráficas, papeles, pagarés y paraqués. Tú, que olvidaste la fe de tus padres y elegiste la senda del partido del domingo y el madrugar del lunes. Con el rosario del pan de cada día al cuello, la soga de quien no quiere creerse condenado. Renegaste de la magia y la luz y te bautizaste en el gris. Gris en el cielo, en lo alto. Gris en el suelo, en lo bajo. Gris el asfalto, gris la urbe, gris la nube, gris la lluvia, gris la gota, gris la lágrima rota que sucia huye del blanco de tus ojos. Gris. Gris porque sentiste la claustrofobia del preso, la falta de aire en tu agujero. ¡Porque tuviste miedo! Porque la flecha del miedo halló su hueco en tu espalda. Dime, ¿a quién temes Hombre? A la Oscuridad. A su llamada.


Y es que, finalmente, mírala a Ella. Fría, hermosa, terrible. Una reina de hielo a lomos de un caballo bayo, el arco en una mano y el reloj de arena en la otra. Y, señalándote con su dedo, te llama: “Largo ha sido el día, Hombre. Temprano llegó el amanecer y la venida de la luz al mundo y en verdad fuiste testigo de un áureo mediodía, rebosante de majestad y gloria.  Pero tiemblas, ser de luz, pues temes las tinieblas. Se ahora testigo de como tu propia sombra se alarga, buscando el crepúsculo, ansiosa de mi llegada porque: ¡yo soy la noche, la Oscuridad y el fin de todo! Y he de cobrar lo que es mío, pues todo tiene su tiempo y hasta los pájaros deben callar y hasta las flores deben morirDe nada te vale ya esconderte en tus catedrales ni huir por tus puentes. Te hundiste en cada abismo, el polvo enterró tus ciudades y sus nombres y estandartes fueron malditos y olvidados. Sentiste el aliento de la derrota en el rostro mientras mandabas quemar tus naves en el réquiem por la muerte de tus soles. Pero yo te digo: “!Levántate! !Lucha! ¡Escupe tu rabia ante la muerte de la luz!¡Libérate de tu cadena y pico de águila!” Pero no, Ella siempre has sido tú y tú mismo eriges el altar y apartas la mano del ángel. Y la arena cae y lo cubre todo y ya no hay nada. Sólo espejos rotos. Silencio.

Y, en el preciso instante en el que todo termina, os miráis, frente a frente, como sólo puede hacerse a través del espejo del tiempo: El Niño, que mira al Hombre y no le conoce. El Hombre, que mira al Niño y no se reconoce. Y comprende, ya demasiado tarde, que no somos el tiempo que nos queda sino lo que el tiempo quiere que nos quede. Así lo predicó la demencia.


"Rabia ante la muerte de la luz", verso de Dylan Thomas: http://buff.ly/1LZWb5f

jueves, 8 de enero de 2015

Desde París con amor

"Desde París con amor..."
Aún no he empezado a escribirte pero ya me sube por la garganta ese regusto amargo de los puntos finales.
Supongo que una mentira sabría más dulce
aunque sólo sea porque queramos ver verdad en ella.
Perdóname.

Perdóname porque no pude (pudimos) evitar la terrible atracción de los polos opuestos
y chocamos, como olas en salvaje lucha contra el faro
destruyéndonos en el mismo instante que nos tocamos,
muriendo en un beso de arena y sal.
Perdóname porque nací de esos gatos con miedo al mar y sin embargo
fue mirarte
y descubrir que siete mares eran pocos para gastar mis vidas.
Por no ver la flecha cargada en la pregunta;
por no ver como la liberaste cuando, inocente, asentiste;
por no ver como el disparo habría de alcanzarnos tarde o temprano
con la pálida frialdad de un último domingo de noviembre,
con la súbita realidad de un ramo de flores en una cuneta.

Perdóname porque te quise lo mejor que pude,
sin cuento de hadas, sin príncipe azul
de esos de caballo blanco y armadura sin tacha.
Solamente con la pobre vocación de Don Quijote con demasiados molinos a sus espaldas.
De esos que no saben qué hacer cuando encuentran a Dulcinea.
Perdóname por no poder ponerle diques al mar,
por ser sólo un hombre
y no poder arrancar la luna de los cielos y ofrecértela en el balcón
como dos buenos Romeo y Julieta de siglo veintiuno.
Porque el final ya estaba escrito.
Porque no hubo un último aplauso ni rosa, perdóname.

Supongo que sólo me queda leerle esta carta al viento
y que si por suerte te arrastra mis palabras
que sepas que las golondrinas ya han encontrado su tren y yo,
yo te espero en nuestro París:
El que construimos en tu habitación de tres por cuatro
donde nos dejamos naufragar e inventamos avenidas, bulevares, callejones,
cines de tinta y papel, palacios de cristal, bares de tierra y lluvia
y tú riendo, bailando bajo ella
y un cielo nocturno lleno de golondrinas sin billete que envidiaba tus lunares.
Una Belle Époque sólo para nosotros.
El que construimos con los pedazos de nosotros mismos que nos dejamos por el camino:
con tardes perdidas frente a tu ventana,
con mi café que nunca supo quitarnos los sueños,
con tu carmín tatuado en mi espalda
y algún poema mío que nacía en tu oído
y moría en tu cuello.
En tu pecho. En tu ombligo, nuestro kilómetro cero, invitándonos a perdernos otra vez
en una ciudad que sabíamos de memoria.


El que construimos con pedazos de platos rotos contra la pared,
con gritos que se quebraban en llanto nada más abandonar la garganta.
Con voces levantadas, lágrimas traidoras,
llamadas sin respuesta y miradas que lo gritaban todo:
que la flecha lanzada por Cupido resulta no ser más que eso, una flecha.
Que ya estábamos marcados, heridos. Muertos. Y no lo sabíamos.
Y mientras nos desangrábamos sin remedio, como Aquiles en Troya, no pude evitar contemplar nuestra destrucción. El último vals entre llama y oscuridad.
Y pensar que,
pese a todo,
hubiera besado mil flechas solamente por acabar ardiendo a tu lado.
Y París ardió.

Nuestra Troya de ruina, humo y olvido.
Nuestro París de espuma, promesa y vida. De luz.
De fuego, de cenizas.
De lo que fue todo. De lo que es nada.

Siempre tuyo, siempre esperando,
                          desde París, con amor.