jueves, 8 de enero de 2015

Desde París con amor

"Desde París con amor..."
Aún no he empezado a escribirte pero ya me sube por la garganta ese regusto amargo de los puntos finales.
Supongo que una mentira sabría más dulce
aunque sólo sea porque queramos ver verdad en ella.
Perdóname.

Perdóname porque no pude (pudimos) evitar la terrible atracción de los polos opuestos
y chocamos, como olas en salvaje lucha contra el faro
destruyéndonos en el mismo instante que nos tocamos,
muriendo en un beso de arena y sal.
Perdóname porque nací de esos gatos con miedo al mar y sin embargo
fue mirarte
y descubrir que siete mares eran pocos para gastar mis vidas.
Por no ver la flecha cargada en la pregunta;
por no ver como la liberaste cuando, inocente, asentiste;
por no ver como el disparo habría de alcanzarnos tarde o temprano
con la pálida frialdad de un último domingo de noviembre,
con la súbita realidad de un ramo de flores en una cuneta.

Perdóname porque te quise lo mejor que pude,
sin cuento de hadas, sin príncipe azul
de esos de caballo blanco y armadura sin tacha.
Solamente con la pobre vocación de Don Quijote con demasiados molinos a sus espaldas.
De esos que no saben qué hacer cuando encuentran a Dulcinea.
Perdóname por no poder ponerle diques al mar,
por ser sólo un hombre
y no poder arrancar la luna de los cielos y ofrecértela en el balcón
como dos buenos Romeo y Julieta de siglo veintiuno.
Porque el final ya estaba escrito.
Porque no hubo un último aplauso ni rosa, perdóname.

Supongo que sólo me queda leerle esta carta al viento
y que si por suerte te arrastra mis palabras
que sepas que las golondrinas ya han encontrado su tren y yo,
yo te espero en nuestro París:
El que construimos en tu habitación de tres por cuatro
donde nos dejamos naufragar e inventamos avenidas, bulevares, callejones,
cines de tinta y papel, palacios de cristal, bares de tierra y lluvia
y tú riendo, bailando bajo ella
y un cielo nocturno lleno de golondrinas sin billete que envidiaba tus lunares.
Una Belle Époque sólo para nosotros.
El que construimos con los pedazos de nosotros mismos que nos dejamos por el camino:
con tardes perdidas frente a tu ventana,
con mi café que nunca supo quitarnos los sueños,
con tu carmín tatuado en mi espalda
y algún poema mío que nacía en tu oído
y moría en tu cuello.
En tu pecho. En tu ombligo, nuestro kilómetro cero, invitándonos a perdernos otra vez
en una ciudad que sabíamos de memoria.


El que construimos con pedazos de platos rotos contra la pared,
con gritos que se quebraban en llanto nada más abandonar la garganta.
Con voces levantadas, lágrimas traidoras,
llamadas sin respuesta y miradas que lo gritaban todo:
que la flecha lanzada por Cupido resulta no ser más que eso, una flecha.
Que ya estábamos marcados, heridos. Muertos. Y no lo sabíamos.
Y mientras nos desangrábamos sin remedio, como Aquiles en Troya, no pude evitar contemplar nuestra destrucción. El último vals entre llama y oscuridad.
Y pensar que,
pese a todo,
hubiera besado mil flechas solamente por acabar ardiendo a tu lado.
Y París ardió.

Nuestra Troya de ruina, humo y olvido.
Nuestro París de espuma, promesa y vida. De luz.
De fuego, de cenizas.
De lo que fue todo. De lo que es nada.

Siempre tuyo, siempre esperando,
                          desde París, con amor.
        



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